En el ámbito de la ilustración infantil y juvenil, predomina una idea muy extendida: la ilustración debe ser clara, simpática, comprensible. Se espera que acompañe al texto, que lo explique o que lo refuerce. A veces incluso se le exige que entretenga, que capte la atención en un instante, que provoque una sonrisa o un "qué bonito".
Pero hay algo más allá de esa inmediatez. Hay ilustraciones que no buscan explicar, sino evocar. Que no gritan, pero resuenan. Que no lo muestran todo, y sin embargo lo contienen todo.
Una buena ilustración puede ser también un acto poético. Puede abrir un espacio de silencio, de contemplación, de recogimiento. Puede decir sin palabras lo que el texto no puede nombrar: una emoción, una herida, una ausencia, un temblor.
Ilustrar no es solo representar lo que ya está dicho. Es también crear una capa profunda de sentido. Una atmósfera. Una sugerencia. Un espacio simbólico. No todo tiene que ser narrativo. No todo tiene que gustar a primera vista. A veces, una imagen necesita tiempo para desplegarse en quien la mira. Necesita ser habitada.
Y sin embargo, hoy se valora sobre todo lo que es rápido, lo que se comprende al instante, lo que entra por los ojos. En muchas ocasiones, se premia lo bonito por encima de lo verdadero. Lo gracioso por encima de lo hondo. Lo literal por encima de lo simbólico.
Esto ocurre porque vivimos en un mundo que teme a la ambigüedad. Que desconfía del misterio. Que prefiere lo que se puede explicar fácilmente, clasificar, vender. Incluso en la literatura infantil, muchas veces se subestima la capacidad de niñas y niños para leer con el alma. Pero la infancia es profundamente simbólica. Y quienes ilustramos con respeto lo sabemos: las niñas y los niños pueden mirar más allá. Pueden sentir sin entender. En ellos todavía vive la libertad de imaginar sin miedo.
Ilustrar es, entonces, una forma de cuidar ese espacio invisible. De dar lugar a lo que no se puede nombrar. De sembrar preguntas, no respuestas. De acompañar en el viaje, no de imponer un camino. Es un gesto íntimo, pero también un gesto de resistencia. Frente a la prisa, elijo la lentitud. Frente a la explicación, elijo el asombro. Frente al espectáculo, elijo el silencio.
Muchas veces me preguntan por qué dejo cristales de luz en mis ilustraciones. Esos pequeños cuadraditos de color. Y creo que es eso: una forma de decir sin decir. Una manera de recordarme que hay algo más allá de lo visible. Algo que tal vez no tiene nombre, pero está.
Ilustrar, para mí, es una forma de hablar sin palabras y de escuchar lo que no siempre se dice.
